domingo, 15 de febrero de 2009

El flautista y la serpiente.

Esta triste historia se la cuento a mi amigo el profesor Manuel De Los Riscos Angulo, aunque profesemos distintas religiones. Es la historia del flautista y la serpiente. El flautista, parece siempre el mismo, usa siempre las mismas notas, las mismas voces, sólo cambian los espectadores, que cada vez son más numerosos y más ruidosos. Hereda un oficio ancestral que se transmite de una generación a otra, sin más. El lugar de actuación está suspendido en el tiempo, y hay que hacer un esfuerzo para subir las empinadas callejuelas y llegar hasta el teatro al aire libre que es La Casbah. Se trata de hacerse la foto con el hipnotizador y su bailarina. No hay horarios fijados, el escenario es eterno y está siempre abierto. Allí no hay límite de aforo, todos caben. Cuando de pronto: ¡Señores, el espectáculo va empezar! Tonalidades beréberes superpuestas, transportan al espectador a otro lugar, al desierto (aunque parezca raro pues el mar está al lado incluso puede divisarse desde esta maravillosa atalaya), las palmeras sí que están y compaginan con el paisaje, solemnemente. Se trata de la ciudad Tánger. Los actores llevan chilabas, turbantes, babuchas y bandoleras, indumentaria que nada tiene que ver con la que usan los habitantes del desierto. Por el momento, en el escenario se aspira un olor distinto. Un niño aprendiz de futuro encantador, pasa constantemente por entre los curiosos, dando una y mil vueltas, con una vieja gorra entre sus manos, pidiendo unos Dirhams y dando las gracias por la colaboración.

Louis Comfort Tiffany (EEUU, 1848-1933).
1872 - 24 años/Encantador de serpientes en Tánger.
Material: Óleo sobre lienzo.
Medidas: 69.9 x 97.8 cm.Museo: Metropolitan Museum. Nueva York.


Los he visto infinidad de veces en la plaza de La Casbah. Las serpientes se despiertan y van bajando y subiendo perezosamente la cabeza y el resto del cuerpo. La actuación dura poco y, de repente, las encierran en cajas con candados como su tesoro, o quizás como algo “superpeligroso”. Así, una y otra vez, se repite el mismo ritual, durante toda una vida. He visto a estos ofidios bailar al son de la música, haciendo ondas a las órdenes musicales de las notas de sus amos. Son seres encantados. Olores, aceras, viajeros y murmullos, pero ellas siguen pareciendo dormidas, hipnotizadas o, lo que aún es peor, drogadas. Están fuera de su hábitat natural, pues son oriundas del desierto, para actuar. Al principio parecen reticentes y tímidas ya que para arrancar en el baile, es necesario, la mayoría de las veces, forzarlas y pincharlas con una especie de bastón. Van levantando y descendiendo la cabeza obedientemente, agitando su viperina lengua, mientras una sensación muy extraña invade nuestros cuerpos cuando de repente se quedan quietas, momento en el que se cruzan las miradas, miradas frías. Transcurridos unos segundos vuelven a contonearse describiendo nuevas eses y, a continuación, vuelven otra vez a hacerse las muertas. Parecen dormidas, pero no se puede uno fiar. Dicen que le han extraído todo el veneno. A veces los movimientos son bruscos desde el momento en que salen de sus cestos, parecen atraídas, dominadas y estiradas. Transmiten sensación de frío, se deslizan como perdidas, se arrastran dejando sombra casi sin tocar el suelo,…

Los curiosos, alrededor, muy cerca, siguen entregados y distraídos. Yo no me atrevo a arrodillarme. El suelo está empedrado, el sol calienta las piedras y hace un calor abrasador en la plaza de La Casbah. Los encantadores tienen fama de charlatanes y graciosos. Su actuación se basa en un buen adiestramiento de sus reptiles con el único fin de conseguir algunas monedas que les permitan subsistir. Los dos, dueños y serpientes, sufren mil penurias y los animales, a veces, hasta mal trato. El cuidado que se les da a estas geniales bailarinas es sospechoso y, en múltiples ocasiones, ha sido denunciado por abuso y mal trato. La explicación es burda y simple, la de toda la vida: que es un arte y que los dos viven uno para el otro. Más o menos como decir nacidos para ser lo que son, inseparables, uno para pedir y otro para actuar. ¡Qué amargas son sus suertes! Tristemente, esta historia tiene pinta de un secuestro. Un espectáculo en forma de payasada, un castigo y, al mismo tiempo, una fuente de ingresos del turismo que visita la ciudad. Difícil de prohibir, desgraciadamente, a pesar de que se trata de un problema de la ley de protección de animales.

Todos se alejan y de nuevo las protagonistas otra vez vuelven a quedarse amontonadas y encerradas bajo llave. Los nativos presumen que este bochornoso espectáculo es uno de los oficios más remotos del tiempo. ¡Mal!.

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