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Un tríptico de autorretratos pintados por Francis Bacon en 1980. |
"Tengo la impresión -.aventuró alguna vez- de que la gente de mi generación no puede realmente imaginar una humanidad sin guerras". La peculiar violencia de sus cuadros lo convirtió en un símbolo de la ola contestataria que barrió Europa occidental en la década de los 60. Esa violencia acuñó muchas de sus aventuras amorosas.
“Creo que los artistas están más próximos a su infancia que otra gente. Permanecen más fieles a estas primeras sensaciones. Otras personas cambian por completo, pero los artistas tienden a conservar el modo de ser que tuvieron desde el principio”. La infancia de Bacon estuvo signada por el desamor de sus padres. Bacon fue el testigo ocular de la violencia de su época y pudo transmitirla a través de sus imágenes. Con sus figuras inquietantes y monstruosas, sus cuerpos deformados, los rostros contorsionados de sus amigos, tuvo la grandeza de convertir su dolor personal en amargura universal. El poderoso pintor que fue Francis Bacon, sin embargo, lo pasaba bastante mal en tales situaciones. Buscaba amantes peligrosos en ambientes equívocos. El mismo había incursionado en el robo y la prostitución al final de su adolescencia en Londres. Le gustaba el riesgo en todo: el juego, el alcohol, la homosexualidad, el arte.
La existencia de Francis Bacon transcurrió atravesada por las guerras religiosas y de independencia de su Irlanda natal, y las dos guerras mundiales; entre la fiesta orgiástica del Berlín de finales de los años 20 y la posterior orgía de sangre desatada por los nazis. Su infancia transcurrió entre imágenes agresivas: desde los cinco años vivió en una Londres devastada por la guerra, los bombardeos y los cuerpos calcinados entre los hierros de los zeppelines. Por las noches, el oscurecimiento de la ciudad era un momento de manifestación del terror cotidiano y del peligro latente.
Francis fue expulsado de su hogar a la edad de dieciséis años. Su tiránico padre, un ser al que llegó a desear, amar y odiar alternativamente, jamás había soportado su afeminamiento, su costumbre de vestirse de chica en público y su asma, a la que consideraba como “una falta de carácter”. Según parece, adoraba a un hermano menor de Francis, que murió a los cuatro años. Y su furia estalló el día en que encontró al adolescente probándose la ropa interior de su madre.
También perdurarían en su memoria sus primeras experiencias sexuales con los mozos de cuadra y los empleados de establo de la granja de su padre, quienes lo poseían con brutalidad y a latigazos, preanunciando sus gustos sadomasoquistas, cuando él era apenas un apuesto adolescente de diminutas proporciones y menos de dieciséis años (según un amigo de Bacon, el padre solía contemplar estas palizas). “Hasta donde yo recuerdo, solía perseguir a los mozos de cuadra de casa. Hasta tal punto que se ha dicho que el origen de las tendencias masoquistas de Bacon era fruto de un padre irascible que nunca lo quiso y que lo hacía azotar en su presencia.
Después de su expulsión del hogar paterno, Francis sobrevivió dos años en Londres, trasladándose de una pensión a otra, muy frecuentemente prostituyéndose, convirtiéndose en una especie de gitano sexual urbano. Mas tarde, con dieciocho años, emprende su viaje a la Meca homosexual de la época. El Berlín especializado en la permisividad y la libertad sexual. Abundaban los clubes y cabarets de homosexuales, masculinos y femeninos, y los muchachos rubios y espléndidos, de clase obrera, al alcance de la mano. Bacon sería también testigo, a finales de los años 20, del ambiente artístico y de los numerosos bares y clubes, los baños turcos, los travestís y las fiestas de carnaval, solo al alcance de los burgueses y militares de alto rango.
Después de su “entrenamiento” en Berlín y París, Bacon regresó a Londres en 1928, y se vio convertido en un joven diseñador de muebles y decorador de interiores. Con aspecto de apuesto joven de cabellos rojizos, ojos azules, y pleno de un buen humor y optimismo que lo hacía seguir adelante por instinto ganador, con la seguridad de que los dioses estaban de su lado. A partir de allí, fuertemente impresionado por el surrealismo, y por Buñuel y Picasso, Bacon comenzó en la década de los 30 a pintar su serie de crucifixiones, figuras fantasmales con brazos extendidos, barrotes a manera de jaulas, furias como las que se liberaron tras la larga guerra entre Atenas y Esparta y gritos, era la primera etapa de sus cuadros entre la década de los 30 y mediados de los 45. Para finales de los años 50, Francis Bacon se había convertido ya en el cronista plástico de la violencia de su época.
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Retrato de Peter Lacy, pintado por Bacon en 1953. |
En la mayoría de sus retratos está la inconfundible fisonomía amorfa y abotargada del propio artista mientras aparecen unas facciones más finas y angulares y un pelo peinado hacia atrás que recuerdan a Lacy, su tempestuoso amante durante más de una década. Simplemente le gustaba estar cerca de el. Sus recuerdos se manifestarían en la violenta voluptuosidad de sus pinturas. Eran pinturas de madurez, estas figuras que hacen el amor se verían siempre vigiladas por un voyeur, que si bien podía provocar una mayor excitación sexual, también podría representar -como los francotiradores ocultos- el deseo de destruir. La vida, los momentos de éxtasis y felicidad, se encuentran para Bacon en estado de constante amenaza.
Bacon siempre gustó de la “mala” vida. Pero este placer no sólo lo había llevado a una relación sadomasoquista y destructiva con Peter Lacy, un pianista alcohólico de un bar sórdido de Tánger, por quien rompió parte de sus cuadros, sino también al Pigalle de París, a clubes del SOHO y del East End de Londres, lugares donde todos aquellos que fueran gánsters, prostitutas y homosexuales, se juntaban como en una cita obligada. Lo hacia todo por el, estaba poseído. Solía decir: "Lo único verdaderamente interesante de la vida es lo que pasa entre dos personas en un cuarto". Bacon se entrego locamente a su amante Peter Lacy, a quien describió en cierta ocasión como el gran amor de su vida. Sus retratos reflejan la intensidad de una relación tan personal como tormentosa.
La visita que hizo el pintor en 1956 a Tánger sirvió para convencerle finalmente de que su amante, dado a ataques de tipo sádico, estaba condenado. Lacy fallecería en esa mítica ciudad en 1962. Comento en una ocasión: “No creo en nada, pero siempre me alegra despertarme por las mañanas. No me deprime. Nunca estoy deprimido. Mi sistema nervioso rebosa optimismo. Sé que es una locura, porque es un optimismo sobre nada. Creo que la vida no tiene sentido y sin embargo me excita. Siempre creo que está a punto de ocurrir algo maravilloso”. Francis Bacon murió en 1992, en Madrid, donde había ido a visitar a su último amor, un banquero español.
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