Hace unos días, cuando me topé con las palabras “Esnifando cola”, creí tener por un momento un “déja vu”. Esas palabras les he visto en varias ocasiones, pero nunca llegaron con tanta fuerza e ímpetu a mi cabeza. El término es extraño por si solo y encaja a la perfección con las coordenadas callejeras, vulgarmente hablando. En ese cruce de palabras hay una puesta en escena impecable de una zona reservada a un envuelto desgraciado de personajes, y a un cruce amargado de vidas humanas. Es sencillo de apreciarlo y contemplarlo, viven con nosotros. Se han introducido de repente en nuestras calles, como nuevos actores de reparto. Están anclados en un espacio sin caminos, sin velas, sin pétalos, sin sentidos y sin dioses; solo acompañados por aromas de disolventes, sueños de pegamentos, lagrimas de gasolina y corazones de aerosoles. No hay límites en sus razonamientos, lo que ellos piden no esta expreso. El fenómeno se extiende con fluidez y la filosofía que lo sustenta parte de la base de que el cuerpo se contagia rápidamente con el poderoso apetito de sueños y alucinaciones. Se trata de una búsqueda de armonía y liberación, de paz y de placer, lo que parece tener lógica y motivos como para cumplirlo a rajatabla. La recompensa es alcanzar un climax, una compenetración intensa de soledad y alivio, un sentir parecido, dicen, al oleaje del océano atlántico, un relax desconocido y una huida placentera.
Se utilizan multitud de productos, tubos, bolsas de plástico, envases, latas de disolventes volátiles (inhalantes), pegamentos y colas, derivados del petróleo, gasolina para encendedores, anticongelantes, diluyentes de pintura, gases propulsores, betún, acetona, etc. Todos de fácil acceso, y las secuelas, que son tan dispares como la cantidad de olores y aliento de los alucinógenos, se exteriorizan, entre otras formas, con estado de embriaguez, ojos perdidos, expresión soñadora, excesiva secreción nasal, lagrimeo, mal control muscular, delirio, alucinaciones, agresividad, pérdida de conocimiento, inflamaciones faciales, lesión pulmonar, cerebral, cardiaca o hepática, anemia, riesgo de incendio, dependencia psicológica e incluso la muerte por sofocación o ahogo.
Lamentablemente de sublime carece esta técnica y esta conducta, y sus consecuencias son alarmantes. Estos personajes están en peligro de desinflarse, sus corazones están rotos y respiran lentamente. Están al borde del precipicio. En Tánger, decenas, incluso centenares, o tal vez más, de niños adolescentes viven en la calle hechizados, pasan las horas de su miserable vida “Esnifando todo tipo de envases”, deambulando de una calle a otra. Buscan restos de alimentos en las mesas de los restaurantes y en los contenedores de basuras, mientras se dedican a mendigar, a los pequeños hurtos, a pelearse entre si y, algunas veces, llegan hasta la prostitución, pero su gran y apreciado objetivo es alcanzar la otra orilla: “occidente”. Sus edades están comprendidas entre los siete y los veinte años, aunque pocos llegan a esa edad. La mayoría no salen del pozo, terminando con los cerebros destruidos y los cuerpos en un decadente estado vegetativo. Muchos acaban desaparecidos, ¿Quién sabe donde? Últimamente, se empiezan a ver niñas con este mismo triste destino y con el mismo purgatorio, que a veces llega a ser un infierno, del asfalto callejero.
Yo me pregunto: ¿Quiénes son los dueños de estos niños y niñas? ¿Serán abandonados, huérfanos o escapados? ¿Sus familias estarán problemáticas y desestructuradas? ¿Sus padres serán malvados? ¿Serán fruto de la pobreza y analfabetismo?...Un viejo profesor de filosofía del Opus Dei solía decir: "¡Todos llevamos el mal dentro!". Un acierto como dios manda. Así es, estamos hechos por igual todos como los dientes de un peine, tal como dictan las religiones, sólo nos diferenciamos por la proporción cualitativa de nuestra fe y creencia, y por nuestra forma de reaccionar ante situaciones desesperadas y de miseria. Estoy hecho un lio. Me vienen a la cabeza mis buenos recuerdos y las maravillosas experiencias de mi infancia, y también de la de mis amigos. Me siento como un niño con los cordones de mis zapatos atados, corriendo y jugando al fútbol en mi barrio natal. Siento la esencia de aquella infancia. La recuerdo por los olores de los libros y cuadernos, de los caramelos, de las galletas, de los pastelitos, de los helados, de los refrescos, de las comidas caseras,... Sin embargo, al mismo tiempo, me siento defraudado por la puta infancia inmerecida de estos niños y niñas de la calle, esclavizados por el asesino pegamento.
Se utilizan multitud de productos, tubos, bolsas de plástico, envases, latas de disolventes volátiles (inhalantes), pegamentos y colas, derivados del petróleo, gasolina para encendedores, anticongelantes, diluyentes de pintura, gases propulsores, betún, acetona, etc. Todos de fácil acceso, y las secuelas, que son tan dispares como la cantidad de olores y aliento de los alucinógenos, se exteriorizan, entre otras formas, con estado de embriaguez, ojos perdidos, expresión soñadora, excesiva secreción nasal, lagrimeo, mal control muscular, delirio, alucinaciones, agresividad, pérdida de conocimiento, inflamaciones faciales, lesión pulmonar, cerebral, cardiaca o hepática, anemia, riesgo de incendio, dependencia psicológica e incluso la muerte por sofocación o ahogo.
Lamentablemente de sublime carece esta técnica y esta conducta, y sus consecuencias son alarmantes. Estos personajes están en peligro de desinflarse, sus corazones están rotos y respiran lentamente. Están al borde del precipicio. En Tánger, decenas, incluso centenares, o tal vez más, de niños adolescentes viven en la calle hechizados, pasan las horas de su miserable vida “Esnifando todo tipo de envases”, deambulando de una calle a otra. Buscan restos de alimentos en las mesas de los restaurantes y en los contenedores de basuras, mientras se dedican a mendigar, a los pequeños hurtos, a pelearse entre si y, algunas veces, llegan hasta la prostitución, pero su gran y apreciado objetivo es alcanzar la otra orilla: “occidente”. Sus edades están comprendidas entre los siete y los veinte años, aunque pocos llegan a esa edad. La mayoría no salen del pozo, terminando con los cerebros destruidos y los cuerpos en un decadente estado vegetativo. Muchos acaban desaparecidos, ¿Quién sabe donde? Últimamente, se empiezan a ver niñas con este mismo triste destino y con el mismo purgatorio, que a veces llega a ser un infierno, del asfalto callejero.
Yo me pregunto: ¿Quiénes son los dueños de estos niños y niñas? ¿Serán abandonados, huérfanos o escapados? ¿Sus familias estarán problemáticas y desestructuradas? ¿Sus padres serán malvados? ¿Serán fruto de la pobreza y analfabetismo?...Un viejo profesor de filosofía del Opus Dei solía decir: "¡Todos llevamos el mal dentro!". Un acierto como dios manda. Así es, estamos hechos por igual todos como los dientes de un peine, tal como dictan las religiones, sólo nos diferenciamos por la proporción cualitativa de nuestra fe y creencia, y por nuestra forma de reaccionar ante situaciones desesperadas y de miseria. Estoy hecho un lio. Me vienen a la cabeza mis buenos recuerdos y las maravillosas experiencias de mi infancia, y también de la de mis amigos. Me siento como un niño con los cordones de mis zapatos atados, corriendo y jugando al fútbol en mi barrio natal. Siento la esencia de aquella infancia. La recuerdo por los olores de los libros y cuadernos, de los caramelos, de las galletas, de los pastelitos, de los helados, de los refrescos, de las comidas caseras,... Sin embargo, al mismo tiempo, me siento defraudado por la puta infancia inmerecida de estos niños y niñas de la calle, esclavizados por el asesino pegamento.
Desconcertados, tienen que ser abandonados sin dueños, privados de sensaciones y recuerdos. Tienen las piernas paralizadas por los efectos imprevisibles, sus cuerpos llenos de palizas y postrados en los suelos. Debemos sentirnos indignados. Los actos injustificados de estas criaturas nuestras encarnan nuestra propia historia y son los hijos de nuestra supervivencia. Desconfiados y sin cariño, a estos niños encima, les damos miedo. Juzgó estos datos de muy preocupantes. Nuestra intención de no complicarnos la vida puede ser sólo una pretensión frívola. Debemos activar nuestras actitudes de responsabilidad, actitudes correctivas, cooperativas y tolerantes.
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