No hace falta moverse mucho en Tánger para descubrir rápidamente la existencia de dos mundos que distan enormemente entre sí. Calculo yo que entre ambos difiere, aproximadamente, medio siglo; y ese lapso de tiempo es exactamente lo que separa a la vida y costumbres de los campesinos de los alrededores, habitantes de “las zonas rurales”, de los ciudadanos que residen en la capital. Es un recorrido diferencial de tiempo, de hábito, de razón de ser,... Eso lo que separa a la multitud de personas que andan juntos en los mercados, calles y plazas de Tánger. Es un laberinto y un tormento de personas, en constante movimiento, que se produce todos los días en el corazón de la ciudad, concretamente alrededor de los comercios tradicionales, los zocos y de los puestos ambulantes.
Me resulta difícil evaluar el desconocido pensamiento de los campesinos que se agregan todas las mañanas en la ciudad. Se me escapa como valorar la expresión perspicaz de sus miradas. Una rápida apreciación me hace pensar que no le preocupa ni le hace falta nuestra modernidad, ni nuestro modo de vestir, ni nuestros coches,... Pasan olímpicamente del vanguardismo. Parecen desconfiados y de política no quieren ni hablar. Es curioso, parecen ocultos y sólo les preocupa el dinero para sobrevivir. Me pregunto: ¿Cuál es su devoción y su amor por su país?, ¿Cuál es su conocimiento del sentido común y social?, asimismo me pregunto: ¿Cuál es el propósito de su forzada vida rutinaria? Igualmente me pregunto por sus raíces culturales, por sus diferencias, por su peso en el desarrollo económico de su país. Por último, también me pregunto por la persistente y mecánica explotación de su conservadurismo. Ellos se representan a ellos mismos, y sus tenderetes que montan a diario, ocupando el suelo público de la ciudad, son también ellos mismos. Ellos son el mismísimo comercio ambulante.
Todos los días, aquí en este Tánger profundo, se les ve con las vestimentas tradicionales de toda la vida. Quizá no son ellos, son los herederos, pero parecen felices. ¿Quién sabe? Dan la impresión de haber nacido allí. Tienen el aspecto de conocer el lugar aunque se esparzan por la ciudad con sutileza y timidez. Son jornaleros de origen humilde que no pisaron una escuela en su vida. Estoy convencido de que nada del otro mundo pasa por la mente de esos pobres campesinos. Sus recursos son muy pequeños y escasos. Están despojados íntegramente de los servicios públicos, de la Seguridad Social, de los derechos humanos y de la cobertura sanitaria, entre otros. Desconocen totalmente los derechos y deberes de los caudales públicos.
Actualmente la clase obrera y los funcionarios son dos estamentos, o grupos sociales como queramos llamarlos, que están bastante lejos de su efímera situación laboral. De modo que la coexistencia de ambos grupos desde luego es milagrosa y sólo se mantiene por el golpe mágico de la economía sumergida. Las mujeres campesinas y los bebés sufren mucho más, son las más débiles y no tienen opciones, han nacido en el camino. Esos aldeanos son personas agradecidas que por lo menos presumen de saber hacer algo, y lo hacen bien. Ellos no piden caridad. Jamás podrán volver atrás, tras muchos y numerosos años de compatibilidad y convivencia. Sólo existe la opción de seguir adelante. En Tánger es de costumbre que se fundan las personas y los caminos. Son nuestro compañero de viaje.
Diariamente los campesinos originarios de los “Duares” (pequeños núcleos rurales) llegan cargados a los mercados de Tánger con sus frutas, legumbres, verduras, flores silvestres, huevos... Creo que abandonan sus hogares de noche ya que a partir de las primeras horas de la mañana un raudal de campesinos ya esta exponiendo y extendiendo en los suelos de los mercados sus productos frescos. Unos productos muy solicitados y considerados como las delicias del buen comer. También ofrecen una gran variedad de panes hechos al horno de leña y un sinfín de artículos naturales y altamente alimenticios, arrancados directamente de la tierra el día anterior. Otros ofrecen gallos y gallinas vivas. Son, a decir verdad, como un regalo de Dios.
De este modo, al levantarnos, nos encontramos en Tánger con otras personas. Personas que esconden historias de sufrimiento y desarraigo. De vidas, a veces, marcadas por una amarga y solitaria niñez y juventud. Hacemos una parada, un silencio, y recordamos a los ancianos campesinos, a las mujeres embarazadas, a los bebés y niños sin educación y a los enfermos privados de los mínimos auxilios médicos. Tienen que ser unas extrañas y estremecedoras historias de gente que suda de sol a sol por un mísero puñado de Dirhams, pero incompresiblemente esta gente se levanta toda las mañanas con optimismo. Son gente muy ahorradora que sabe sufrir y no como los ciudadanos de a pie que terminan endeudados hasta las trancas. A esos currantes campesinos no podemos negarles su granito de arena en el tirón económico del país.
Cada vez las penurias son mas acentuadas y no es el momento de guardar rencor a nadie, al contrario, hay que estar agradecido incluso a quienes no le han tratado bien. Están en su tierra, en la de sus padres y en la de sus hijos, y en ella quieren morir. Esta gente debe estar constantemente inquieta por su futuro inmediato, su vida está anclada y gira alrededor de su tierra, de sus cultivos, de su familia, de sus ahorros y de su trabajo. No se derrocha ni un céntimo, no se tira nada, todo se aprovecha. Razones no faltan en estos tiempos de crisis.
Me resulta difícil evaluar el desconocido pensamiento de los campesinos que se agregan todas las mañanas en la ciudad. Se me escapa como valorar la expresión perspicaz de sus miradas. Una rápida apreciación me hace pensar que no le preocupa ni le hace falta nuestra modernidad, ni nuestro modo de vestir, ni nuestros coches,... Pasan olímpicamente del vanguardismo. Parecen desconfiados y de política no quieren ni hablar. Es curioso, parecen ocultos y sólo les preocupa el dinero para sobrevivir. Me pregunto: ¿Cuál es su devoción y su amor por su país?, ¿Cuál es su conocimiento del sentido común y social?, asimismo me pregunto: ¿Cuál es el propósito de su forzada vida rutinaria? Igualmente me pregunto por sus raíces culturales, por sus diferencias, por su peso en el desarrollo económico de su país. Por último, también me pregunto por la persistente y mecánica explotación de su conservadurismo. Ellos se representan a ellos mismos, y sus tenderetes que montan a diario, ocupando el suelo público de la ciudad, son también ellos mismos. Ellos son el mismísimo comercio ambulante.
Todos los días, aquí en este Tánger profundo, se les ve con las vestimentas tradicionales de toda la vida. Quizá no son ellos, son los herederos, pero parecen felices. ¿Quién sabe? Dan la impresión de haber nacido allí. Tienen el aspecto de conocer el lugar aunque se esparzan por la ciudad con sutileza y timidez. Son jornaleros de origen humilde que no pisaron una escuela en su vida. Estoy convencido de que nada del otro mundo pasa por la mente de esos pobres campesinos. Sus recursos son muy pequeños y escasos. Están despojados íntegramente de los servicios públicos, de la Seguridad Social, de los derechos humanos y de la cobertura sanitaria, entre otros. Desconocen totalmente los derechos y deberes de los caudales públicos.
Actualmente la clase obrera y los funcionarios son dos estamentos, o grupos sociales como queramos llamarlos, que están bastante lejos de su efímera situación laboral. De modo que la coexistencia de ambos grupos desde luego es milagrosa y sólo se mantiene por el golpe mágico de la economía sumergida. Las mujeres campesinas y los bebés sufren mucho más, son las más débiles y no tienen opciones, han nacido en el camino. Esos aldeanos son personas agradecidas que por lo menos presumen de saber hacer algo, y lo hacen bien. Ellos no piden caridad. Jamás podrán volver atrás, tras muchos y numerosos años de compatibilidad y convivencia. Sólo existe la opción de seguir adelante. En Tánger es de costumbre que se fundan las personas y los caminos. Son nuestro compañero de viaje.
Diariamente los campesinos originarios de los “Duares” (pequeños núcleos rurales) llegan cargados a los mercados de Tánger con sus frutas, legumbres, verduras, flores silvestres, huevos... Creo que abandonan sus hogares de noche ya que a partir de las primeras horas de la mañana un raudal de campesinos ya esta exponiendo y extendiendo en los suelos de los mercados sus productos frescos. Unos productos muy solicitados y considerados como las delicias del buen comer. También ofrecen una gran variedad de panes hechos al horno de leña y un sinfín de artículos naturales y altamente alimenticios, arrancados directamente de la tierra el día anterior. Otros ofrecen gallos y gallinas vivas. Son, a decir verdad, como un regalo de Dios.
De este modo, al levantarnos, nos encontramos en Tánger con otras personas. Personas que esconden historias de sufrimiento y desarraigo. De vidas, a veces, marcadas por una amarga y solitaria niñez y juventud. Hacemos una parada, un silencio, y recordamos a los ancianos campesinos, a las mujeres embarazadas, a los bebés y niños sin educación y a los enfermos privados de los mínimos auxilios médicos. Tienen que ser unas extrañas y estremecedoras historias de gente que suda de sol a sol por un mísero puñado de Dirhams, pero incompresiblemente esta gente se levanta toda las mañanas con optimismo. Son gente muy ahorradora que sabe sufrir y no como los ciudadanos de a pie que terminan endeudados hasta las trancas. A esos currantes campesinos no podemos negarles su granito de arena en el tirón económico del país.
Cada vez las penurias son mas acentuadas y no es el momento de guardar rencor a nadie, al contrario, hay que estar agradecido incluso a quienes no le han tratado bien. Están en su tierra, en la de sus padres y en la de sus hijos, y en ella quieren morir. Esta gente debe estar constantemente inquieta por su futuro inmediato, su vida está anclada y gira alrededor de su tierra, de sus cultivos, de su familia, de sus ahorros y de su trabajo. No se derrocha ni un céntimo, no se tira nada, todo se aprovecha. Razones no faltan en estos tiempos de crisis.
Mas que hacer una crítica sólo enmarco este hecho en el cada día mas duro recorrido de caminos y carreteras que hacen diariamente jóvenes, hombres, mujeres, ancianos y, muchas veces, menores de edad. Es un testimonio irremediable de pura y cruda realidad laboral, y de desigualdad social. Deduzco que sus pasajes nunca serían de primera clase, ni tan siquiera de cubierta preferente. Es una extraña historia de amor-desamor, sin justicia donde unos se entregan y se sacrifican más que otros sin obtener a cambio ninguna recompensa. Son, al fin y al cabo, historias que jamás se han escrito sobre los reyes de los productos Delicatessen.
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