Una vez uno está fuera de su país, no de turista, sino de inmigrante se dispone ambicioso a obtener papeles, un trabajo y una nueva oportunidad. Se presenta con un espíritu, en general, luchador y guerrero. No tarda en recibir, como premio de bienvenida, un montón de azotes por todas partes y, a veces, hasta llega a ser odiado. Contra todo pronóstico, o propósito, acepta y se adapta al nuevo entorno. ¿Cómo lo consiguen?, ni pajolera idea. Debe ser algo parecido a un experimento psicológico sobre la adaptación humana a circunstancias adversas. Algo así como un acto de penitencia. Lo cierto es que su futuro es imprevisible. Su vida se vuelve fría y falsa, llena de vacíos y sensaciones angustiosas, como si le faltase algo, ¡qué sé yo! En apariencia, según su aspecto, parece que está a gusto, que va suelto y sobrado incluso con aires chulescos, como si lo supiese todo, aparentemente no necesita nada y no le falta nada: ¡No es posible! En el fondo debe sufrir, dentro de sus entrañas, una desconexión territorial y una carencia permanente en forma de soledad y nostalgia.
Este hombre inmigrante se ha convertido en un ser prefabricado y exiliado. Se ha convertido en un ser descafeinado y artificial. Y es que ahí, precisamente, donde reside mi artículo de hoy. Quiero hablar del secreto escondido detrás de esos rostros foráneos, rostros sentenciados a quedarse, rostros resignados a acostumbrarse. Quiero hablar de aquellos rostros que abandonaron sus hogares, rostros de mil batallas, rostros imprecisos vagando por el mundo, rostros perdidos en su camino de vuelta, rostros que secretamente añoran su tierra de origen y están despojados de toda posibilidad de volver a ella.
Este hombre inmigrante debe disimular un estrés crónico, un desequilibrio psicológico asociado a este brusco cambio de entorno. Así que es como el dicho popular “una de cal y otra de arena”. Este hombre se ve obligado a camuflar su historia pasada y disfrazarse de otra persona haciendo esfuerzos titánicos. Su soledad se ve truncada con la falta de medios para comunicarse e integrarse en la nueva sociedad. En fin, es una cuestión sobre un problema sumergido, interno y personal de una lucha diaria, sin rumbo, para sobrevivir. Yo quiero hablar de este pobre inmigrante que ignora que sufre una depresión y que esconde su tristeza y su ansiedad, de ese inmigrante desarraigado que vive confundido entre una estancia dura, y un difícil y doloroso regreso.
Y aquí estoy yo, atrapado, metido en el tajo. Llevo, entre pitos y flautas, 30 y pico de años fuera de mi hogar. Y venga, dale que te pego, a trancas y barrancas vamos saliendo adelante, y siempre dándole vueltas a las cosas. En fin, a día de hoy no sé si tengo el mal de Ulises o el de Aquiles, pero lo que sí sé es que me tengo que ir a dormir, pues mañana me toca trabajar.
Este hombre inmigrante se ha convertido en un ser prefabricado y exiliado. Se ha convertido en un ser descafeinado y artificial. Y es que ahí, precisamente, donde reside mi artículo de hoy. Quiero hablar del secreto escondido detrás de esos rostros foráneos, rostros sentenciados a quedarse, rostros resignados a acostumbrarse. Quiero hablar de aquellos rostros que abandonaron sus hogares, rostros de mil batallas, rostros imprecisos vagando por el mundo, rostros perdidos en su camino de vuelta, rostros que secretamente añoran su tierra de origen y están despojados de toda posibilidad de volver a ella.
Este hombre inmigrante debe disimular un estrés crónico, un desequilibrio psicológico asociado a este brusco cambio de entorno. Así que es como el dicho popular “una de cal y otra de arena”. Este hombre se ve obligado a camuflar su historia pasada y disfrazarse de otra persona haciendo esfuerzos titánicos. Su soledad se ve truncada con la falta de medios para comunicarse e integrarse en la nueva sociedad. En fin, es una cuestión sobre un problema sumergido, interno y personal de una lucha diaria, sin rumbo, para sobrevivir. Yo quiero hablar de este pobre inmigrante que ignora que sufre una depresión y que esconde su tristeza y su ansiedad, de ese inmigrante desarraigado que vive confundido entre una estancia dura, y un difícil y doloroso regreso.
Y aquí estoy yo, atrapado, metido en el tajo. Llevo, entre pitos y flautas, 30 y pico de años fuera de mi hogar. Y venga, dale que te pego, a trancas y barrancas vamos saliendo adelante, y siempre dándole vueltas a las cosas. En fin, a día de hoy no sé si tengo el mal de Ulises o el de Aquiles, pero lo que sí sé es que me tengo que ir a dormir, pues mañana me toca trabajar.
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