El ojo de Leila: Foto de Nora Bouziane Lozano.
Hace años que se colgó el cartel de “no hay billetes”: lleno hasta la bandera. Miles de criaturas abarrotan el lugar. Una masiva afluencia de público expectante por un desconocido recibimiento. Mucha, mucha gente que baila al son de la música más variada. Vienen a participar en los tradicionales juegos de desgracia y agonía organizados por nuestra propia sociedad. Una especie del ojo de un gran hermano. Un bullicio donde el personal no da abasto para surtir a los invitados, numerosos incógnitos, que venidos de todas partes, se agolpan en ridículos “camarotes” y que sólo descansan entre acto y acto. Un público entregado en manos Dios, pues los dueños no entiende de edades. No hay respiro. Intensas jornadas, todos esperan y miran, hoy más que nunca, al cielo, por si acaso. Nada ni nadie impedirá lo terrorífico que pueden ser sus desenlaces.
Están expuestos a venganzas y a continuos ajustes de cuentas, al enredarse en la gangrena de la corrupción, de los sobornos, de los negocios sucios, de las drogas, de las enfermedades contagiosas, de los malos tratos, de las prácticas de tortura y de los males, tanto los ya sufridos como los que aún quedan por venir. Las condiciones de vida están faltas de las mínimas medidas de higiene y salud. La rutina diaria de la mayoría, salvo contados privilegiados, de esos infortunados cautivos se desarrolla entre los barrotes de la represión, de la injusticia, y aderezados con los peores signos de discriminación. Condenados, acusados, hacinados y privados de la dignidad humana sólo pueden complacerse, lamentablemente, con sueños histéricos o con el mismísimo miedo a la muerte. Como siempre, se trata de tapar la realidad o de lo que allí llaman asuntos confidenciales. La convivencia de los huéspedes es delicada y sumamente frágil. Personas de origen bien distinto obligadas a compartir sus angustias existenciales. Muchos son los efectos negativos, a veces irreparables, que ello conlleva, entre los que caben destacar el aumento de la inseguridad, el incremento de las peleas o el creciente indicativo dramático de las muertes y de los suicidios.
Los organizadores de esta trampa anunciada están desbordados, las cláusulas y las condiciones, o estipulaciones del contrato, se han ido al carajo. No hay hojas de reclamaciones. Las denuncias se multiplican. Actualmente, se vive una situación límite. Los episodios se agravan, la audiencia pública está enganchada al desenlace de estos tristes ocasionales actores que corren serio riesgo por su integridad física. Mientras no se tomen medidas de fondo los escenarios seguirán siendo depósitos de infractores y escuelas de delincuentes. A la Haya o a Naciones Unidas, adonde haya que ir. ¿Dónde está la patente de este flagrante programa del ojo del gran hermano, para así poder denunciar la explotación, hasta la saciedad, de seres humanos, para denunciar la frustración, el estrés, los cambios físicos, los aspectos psicológicos individuales y la salud?
El centro penitenciario ‘Sat Vilage’ de Tánger, cuenta actualmente con el doble de reclusos de lo que su capacidad permite, según las cifras oficiales del departamento de Interior. Allí estaban amontonados, aglutinados y hacinados alrededor de 2.800 presos, según los últimos informes oficiales del 2004. ¡Inhumano!
Están expuestos a venganzas y a continuos ajustes de cuentas, al enredarse en la gangrena de la corrupción, de los sobornos, de los negocios sucios, de las drogas, de las enfermedades contagiosas, de los malos tratos, de las prácticas de tortura y de los males, tanto los ya sufridos como los que aún quedan por venir. Las condiciones de vida están faltas de las mínimas medidas de higiene y salud. La rutina diaria de la mayoría, salvo contados privilegiados, de esos infortunados cautivos se desarrolla entre los barrotes de la represión, de la injusticia, y aderezados con los peores signos de discriminación. Condenados, acusados, hacinados y privados de la dignidad humana sólo pueden complacerse, lamentablemente, con sueños histéricos o con el mismísimo miedo a la muerte. Como siempre, se trata de tapar la realidad o de lo que allí llaman asuntos confidenciales. La convivencia de los huéspedes es delicada y sumamente frágil. Personas de origen bien distinto obligadas a compartir sus angustias existenciales. Muchos son los efectos negativos, a veces irreparables, que ello conlleva, entre los que caben destacar el aumento de la inseguridad, el incremento de las peleas o el creciente indicativo dramático de las muertes y de los suicidios.
Los organizadores de esta trampa anunciada están desbordados, las cláusulas y las condiciones, o estipulaciones del contrato, se han ido al carajo. No hay hojas de reclamaciones. Las denuncias se multiplican. Actualmente, se vive una situación límite. Los episodios se agravan, la audiencia pública está enganchada al desenlace de estos tristes ocasionales actores que corren serio riesgo por su integridad física. Mientras no se tomen medidas de fondo los escenarios seguirán siendo depósitos de infractores y escuelas de delincuentes. A la Haya o a Naciones Unidas, adonde haya que ir. ¿Dónde está la patente de este flagrante programa del ojo del gran hermano, para así poder denunciar la explotación, hasta la saciedad, de seres humanos, para denunciar la frustración, el estrés, los cambios físicos, los aspectos psicológicos individuales y la salud?
El centro penitenciario ‘Sat Vilage’ de Tánger, cuenta actualmente con el doble de reclusos de lo que su capacidad permite, según las cifras oficiales del departamento de Interior. Allí estaban amontonados, aglutinados y hacinados alrededor de 2.800 presos, según los últimos informes oficiales del 2004. ¡Inhumano!
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